sábado, 17 de julio de 2010

TEXTO GANADOR DEL CONCURSO


Antonio Martín Jimenez

HANTUZAR NILAN KERAT

“Hantuzar nilan Kerat”.
Su voz no tembló en ninguna de las palabras. A pesar de no haber pronunciado ni una en los últimos diez años. Ninguna antes de estas tres. Las más poderosas que conocía. Había tenido todo este tiempo para elegirlas y, llegado el momento, no hubo ni una sombra de duda. Sobre todo, ni una sombra.
Hacía apenas dos segundos que su voz había inundado el valle, el eco aún chocaba entre las colinas del horizonte, y el manto de color y vida ya llegaba casi a las casas más cercanas. No había límite. Nada sería igual después.
Sabía que estaba condenada, que no había amnistía para su sentencia, era la última de la especie, la elegida. Quién pudo pensar que la elegida no tendría nadie a quien gobernar. Estaba condenada diez años atrás, cuando abandonada a su suerte no hubiese debido de sobrevivir más de unas semanas. Condenada estaba cada día desde entonces.
Decidió elegir, decidió que su memoria y su imaginación se convirtiesen en semilla, que germinase en ella, y ahora, esparcida, su condena y la del planeta fuese vivir rodeados de belleza hasta el último segundo del último día. Hasta saber que detrás de ella quedaba el comienzo de todo.
El día que todos se fueron, la desolación apenas había dejado arenas yermas y cuerpos de todo tipo de seres. Insuficiente para sobrevivir más de una luna, a lo sumo dos. ¿Era eso ser la elegida? ¿Había justicia en ser la última? ¿Tenía sentido dejar un testigo? No pasaba nada que no se hubiesen merecido. Sorda, la población no oyó nunca los gritos de socorro del planeta, ocupada en taparlos con sus propios ruidos y caminos indeseables.
Pero, ¿había tiempo de cambiar?
Esa primera noche, gris, el silencio volvió a ocuparlo todo. El silencio. Que sensación más liberadora después de tanta contaminación. Colgada del hilo del leve zumbido del universo tuvo una idea. Algo que sólo se le podía ocurrir a una niña de ocho años. Algo que los adultos desdeñaríamos sin concederle un segundo por hacer valer la “realidad” sobre los sueños, los deseos, la posibilidad de llegar dónde queremos sin dejar víctimas por el camino. Ella, virgen de maldad, virgen de remordimientos, sólo expresó su sueño. A partir del propio amanecer recorrería todo el planeta, recogería y volvería a montar todas las piezas descoyuntadas de una civilización sin sentido de la unidad del Todo.
Su viaje sería de ciento veinticinco lunas, aquello que su madre, la última matrona le había dicho como testamento: “Heredarás el futuro. Estarás sola, es estúpido ser egoísta”.
Día a día, caminó, juntó y asimiló todo aquello que fue encontrando. Sólo aquello que lleno de significado servía para un juego. Encontró libros y los dejó abiertos para que el viento los leyera y supiera donde buscar semillas. Halló armas y creo cordilleras. Tropezó con cartas y las colgó de los árboles como frutos del sentimiento, hasta que maduraran. Encontró vestidos hechos guiñapos y sucios, alfombras, banderas ridículas y sin patria, miles de telas abandonadas. Las ató entre sí y creó el principio del suelo del futuro. Enmarañó las cuerdas y decidió que fuesen nubes. Con los plásticos jugó a mares, lagos, ríos, océanos. Enterró mucho, mucho, de lo superfluo, de lo innecesario.
Ahora era el día. El amanecer de la luna nueva ciento veinticinco desde el día en que quedase sólo la elegida. El azar había jugado, primero. La constancia y el deseo hicieron el resto después. Sopló sobre un puñado de polvo en su mano y pronunció:
“Hantuzar nilan kerat”.
Las palabras más poderosas que conocía. “Que la vida se llene de color”.

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